… y su intento fallido

Despierto bruscamente, como si hubiese escuchado el ruido atronador de un descomunal reloj despertador. Generalmente no requiero de alarmas para separarme del sueño, menos aun cuando he planificado madrugar en pos de una cumbre andina, hoy no ha sido la excepción. El agudo sonido del silencio en las mañanas evita mi concentración, por ello la noche anterior dejo armada la mochila, le llamo La Rubirosa, es un macuto que tiene larga trayectoria montañera, es una mochila de alcurnia: Ferrino, de esas que ya no existen.  Ahora los materiales de montaña hacen mochilas extra livianas y resistentes, son tan alucinantes como sus himaláyicos precios. Las Lowe, BlackDiamon, hay tantas marcas colores y sabores como el sistema operativo de actualidad: Linux. Pero yo prefiero mi Rubirosa, aunque pese más del doble que las actuales; con ella entreno a la bestia de carga, a mi cuerpo, a esta funda biodegradable que tan tozudamente llevo cuesta arriba.
Incorporado sobre mis dos patas traseras verifico la mochila repleta de cosas que maniáticamente siempre acarreo a las cimas andinas, pesa sus buenos 18 kilos, de ellos casi nada para comer, porque hoy haré una salida rápida y austera, serán 4 horas de caminata en las febriles cuestas de páramo que son las faldas del macizo del Pichincha, – realmente espero batir mi récord y hacer 3 horas con 40 minutos-, 1 hora más de goce escalando en roca, acariciando la verticalidad cuando ésta se deja, -jugueteo exponiendo el alma-, y claro el detestable descenso serán al menos otras cuatro horas mas. La Rubirosa va repleta de cordinos, cintas, un ocho, algunos mosquetones, ropa por si se abre el cielo con un aguacero, -de esos que mojan hasta el hueso-, casco para no llenarme de chibolos el cacumen durante la escalada o con los pedrolos que algún bípedo despistado dejará caer, el casco también ayuda cuando el mal genio de la montaña decide abrazarme con una brutal granizada. Para alimentar al cuerpo un menjurje de granola, pasas y miel, sobre que he de beber no me preocupo porque la ruta a seguir, es decir la del Sendero de La Boa por el collado norte del Rucu Pichincha, es generosa en vertientes de agua. Tampoco hago reparos en la calidad del agua que beberé, pues en ello los montañeros de esta zona del planeta somos mejores que Rambo siempre disponemos de un zoológico envidiable en nuestras entrañas, con el cual nos llevamos de maravilla.Salgo a la calle, entre la bruma de la mañana inicio la caminata hacia el Puente del Guambra, no son más de 15 cuadras, la época en que ocurrieron estos hechos que relato como si fuese el aquí y ahora, Quito no era ciudad de temer, no tenía tanto cuadrúpedo de caucho chirriando por sus callejuelas de cemento. Mientras devoro el asfalto trazando temerariamente una ruta en zigzag, -esperando encontrarme con alguna maga-, recuerdo dolorosamente haber invitado a esta excursión a varios bípedos, empiezo a sudar porque mi ser internamente me lanza gritos de piedras del campo: acelera, ve solo. Los invitados a este justa personal con la montaña son: Lovochancho, el cual debe estar saliendo de su guarida ubicada en las calles Tamayo y Carrión, percibo hasta el aroma de su enorme biblioteca, también el ronco sonido de su esclavo de silicio que apodé como Oberón, en cuyas entrañas se guarda el inicio de su vena literaria, la novela REMOTO. También está el apacible Empanadas, bípedo que heredó de la extinta comercializadora de silicio Ecuainforme, los tereques de una inminente quiebra, a más del sobrenombre de Empanadas de quien fuera gerente propietario, el Aqueronte Dimitrake, último convidado a la excursión.

Continúo mi marcha, inquieto por las cavilaciones sobre que deparará el futuro de la salida a la montaña en compañía de otros. Arribo al pestilente Puente del Guambra, inmediatamente trepo en el insufrible bus “San Carlos”, los allí pasajeros miran con desconfianza a La Rubirosa, el chófer arma la frase de rigor “siga siga atrás hay espacio” mientras deja salir el vaho inmundo de una noche alcoholizada. Camino por el pasillo estrecho de la buseta, sosteniendo la respiración, los compañeros de viaje se apretujan entre sí por el frío intenso de la mañana, sus ventanas vaporosas, cerradas y vigiladas no dejan que ingrese aire fresco. Me siento en la última banca, presuroso abro una ventana, -al fin un respiro-, ahora tomo fuerzas para la lucha que vendrá contra el constante griterío de la gente en la buseta: Cierre la ventana, no sea inconsciente, ¿no ve que hace frío? Me digo -no, no veo- y hago una mueca feroz. Quince minutos después arribo a la esquina de la calle Salvador y Sucre, inicio el periplo por el pasillo de la buseta ahora atestado de gentes, mientras La Rubirosa me abre paso a golpes, grito al conductor: Pare, pare….PARA INFELIZ!. Una señora ya en edad avanzada quiere bajar en el mismo lugar, ducha en tratos con chóferes hecha tres maldiciones y el bus se detiene. De no ser por ella hubiese sido necesario lanzarme en plena marcha.
Inicio la caminata en pos del inicio del sendero que atraviesa las cuatro partes de bosque de eucaliptos, raudamente cruzo las callejuelas empedradas y polvorientas de estos caseríos miserables que están arrasando con el último pulmón de esta ciudad llamada “Carita de Dios”. Al paso sale una jauría de perros, sus ladridos agudos delatan la cobardía, no atacarán, -me digo- pero por si las moscas me apercollé de piedras y lanzo un grito de ultratumba, entonces se calma la jauría, olfatean el aire, entienden que soy mas troglodita que sus amos. También comprendo que me es fácil la comunicación con los canes, que con los bípedos, esto será tema de otro cuento. Finalmente llego al árbol arqueado que es el punto de encuentro, como siempre los otros: Lovochancho, La Empanada y el Aqueronte, brillan por su ausencia. Lucho durante diez minutos contra mi mente que me grita: déjalos ve solo. De pronto escucho levemente ladridos, asoma la gloriosa Empanada, que dice –abajo viene Lovochancho alias Buchilanga acompañado del Aqueronte, los vino a dejar la Cajetona- ya era hora mi querido Bollón Roscón, concluyo.
Bollón Roscón es mejor que decirle Empanadas, recuerdo lo ponía a arder de la furia tal apodo, y eso que es un animal manso. Conocí a esta especie de bípedo cuando inicié mis estudios en electrónica, ambos trabamos amistad pues éramos los únicos provincianos en el aula politécnica, teníamos sueños desmesurados de aprender lo último en tecnología digital.
Yo deliraba por montar una fábrica de semiconductores en este pedazo de planeta tercermundista, hasta fiebre padecía intentando resolver ecuaciones de dopaje, para lograr el equilibrio exacto en el material que tendría que bloquear o conducir una corriente según la tensión aplicada, un problema eidético de mi futura fábrica. Lo único real fue que terminé con una tremenda base teórica, no hubieron laboratorios, todo era puro cálculo y modelos matemáticos. Al menos aprendí algo de la sin par matemática pura que traicioné, porque no fui capaz de desobedecer a padre.
El progenitor de Aqueronte fue quien aplacó mi imaginación desesperada por conocer las entrañas de los cerebros de silicio, por acariciar alguna resistencia, un diodo, un transistor, un maledeto circuito integrado. Él en una de las tantas caminatas que con padre hacían en la huerta de nuestra casa, disfrutando de la erudición del botánico de la familia, y de las fragancias de los árboles de chirimoya en flor, del apetitoso árbol de Pico Pico lleno de golosinas para la manada de gallinas de Guinea, y de tantas otras plantas, se me acercó diciendo tengo algo fantástico para ti, introdujo en su bolsillo la mano pecosa propia de los Vivar, y entre semillas y hojas que había recolectado puso en mi mano un circuito integrado.
Ahora sé que fue un chip 41256 de memoria ram de 4Mhz, para un PC XT de IBM que junto a otros 36 chips hacía máximo un megabyte –Oberón se las ingeniaba con 256 Kbytes-. Los ojos de padre destellaban de curiosidad, él tenía al máximo la capacidad del asombro. Esa pastillita de silicio fue el mas grande regalo jamás recibido, mientras me ausentaba en el laberinto de mi red neuronal, escuche algo de la historia de su hijo Aqueronte , que había triunfado importando partes de computadoras para una vez ensamblados venderlos al mejor postor. Aqueronte junto a otro siniestro personaje llamado Gulliver, montaron dos empresas una de las cuales se llamaba Ecuainforme, dignas representantes de la máxima expresión de la mercachiflería; y allá fui a aprender sobre tecnología informática escarbando en las entrañas de los seres de silicio. Introduje a Bollón Roscón en el arte desacralizado e irrespetuoso de ensamblar ordenadores. Aqueronte nos presentó al jefe de ingenieros de las empresas ensambladoras, quien parecía poco contento con la idea de tener bisoños rondando su sala de operaciones maniáticamente ordenada; el tal no hizo más que mandarnos a leer un paquetazo de manuales de IBM. Al jefe de ingenieros le apodé Vampiro, su nombre real es Léster González, criatura tenebrosa, triple ingeniero politécnico, del cual en otro relato les contaré detalles de su exitoso cruce a sancada limpia de un valle medio venenoso y pantanoso en las bajeras del volcán Guagua Pichincha. Ahora he perdido el interés por las vísceras de los ordenadores, en cambio mascullo a diario bases de datos y código ajax, me divierto virtualizando servidores para explotar al chip microprocesador, en espera de que se logre la simbiosis real de una red neuronal de carbono con otra de silicio. Pronto vendrá el día que estemos montando granjas de ordenadores cuánticos o espintrónicos para ejecutar el algoritmo de un humano, y ver si se autogenera la conciencia.
Llega al punto de reunión Buchilanga, dejó a su pariente El Aqueronte luchando con la jauría de perros; como es su costumbre trae en su morralito español nada más que aire, flojo de lomos no carga ni su mal genio. Antes de sentarse, arremete con un fuerte alapanche contra la masa de la Empanada Bollona Roscona, a quién luego tildaría de: La Horrorosa Mancha del Catamayo, sepan que Bollón Roscón es oriundo de la Toma, población de la provincia de Loja. Lego Buchilanga se sienta y empieza a moquear por el frío aire mañanero. Recuerdo que conocí a Buchilanga en Ecuainforme, allí las fungió de mercachifle, logrando un único gran negocio del cual aprovechó para llenarse hasta reventar de equipo de montaña. Lo que mejor compró fue una carpa iglú que nombré como la Grizly, y de la cual dimos buena cuenta, en muchas expediciones de escalada fue nuestro refugio, basta con decirles que inclusive la asquerosa Empanadas Bollona Roscona durmió en sus calidas entrañas sobre la cumbre de la montaña Corazón. La amistad con Lovochancho tuvo mal comienzo, primero porque siendo él mercachifle adquirió del Aqueronte un ordenador ya decrépito del cual tuve que hacerme cargo, -detesto el maltrato tecnológico-, a pesar de la tacañería de Lovochancho alias Buchilanga, logré que gaste en una expansión de memoria ram y disco duro para su PC XT de IBM. Luego Buchilanga compró en Ecuainforme una impresora Emerson, de esas arcaicas matriciales de 8 pines, que también tuve que conectar a Oberón y con ello evité un maltrato tecnológico adicional por parte del energúmeno Lovochancho. Mientras yo realizaba las conexiones, el mencionado sujeto, a modo de hacerse el gracioso tuvo la malhadada ocurrencia de preguntarme si existía algún grado de parentesco con el Aqueronte, asunto que finalicé con una feroz y casi vomitiva mirada, por metiche e impertinente. Dejé a Oberón ejecutando el sistema operativo MS DOS 5.0, cargando el WordPerfect 5, un antivirus de Peter Norton, y una hoja electrónica llamada Lotus 1-2-3, para que Buchilanga cuadre la caja de su ahora extinto bar Hendaya, vecino del Soda Bar Carrión 2, en el cual se degustaba de buena cerveza.
Más tarde olvidé las impertinencias de Buchilanga, al enterarme de sus escritos, un hiperbólico primer borrador de la novela REMOTO y del caos primigenio de lo que ahora es EL VIRUS DEL SENTIMENTALISMO, iniciamos una amistad que dio pábulo para comenzar con las escaladas básicas en la montaña. Yo había perdido en un inenarrable accidente a mi compañero de cordada, por tanto estaba a gusto volviendo a los pasos de novato montañero; Buchilanga por su parte anhelaba fervientemente internarse en el mundo onírico y testarudo de forzar a la bestia corpórea al límite en los andes ecuatoriales, luego de que su club “de andinismo” le fallara por ser un grupillo de cotorras. Decía que la amistad tuvo mal comienzo porque también luego en una de esas escaladas básicas, recién en los prolegómenos de la montaña justamente en el Rucu Pichincha, quise enseñarle el arte de hacer un vivac. Al caer la tarde andina, el muy salvaje casi despierta mi instinto asesino, porque ya enfundados en la repisa del vivac decidió contaminar el aire puro encendiendo un pestilente habano que aunque Cubano hedía.
Finalmente asoma el Aqueronte al lugar de reunión, llega enfundado en su chompa de cuero estilo Sherpa Outdoor pantalones de intrépido expedicionario, posa su mirada esférica en nosotros, con ella nos abraza, casi nos hace lagrimear, acto seguido dice:
-Caramba, que puntuales. Pero no seamos tan ariscos saludemos.-
Mira en derredor como buscando al enemigo invisible, y continua:
-Primo, te quiero mostrar esta pistola, es una Beretta de nueve milímetros, la he cargado con balas de punta cortada, es del putas, bacansísima. Si quieren les consigo una, tengo un pana……-
Ante el estado hipnótico de los asistentes, corto la viada de la febril verborrea del Aqueronte recordándole que vamos a acercarnos al pie de roca del Rucu Pichincha para intentar su cumbre escalando por la arista del mono. El Aqueronte interrumpe con una risa grave y un:
–Tranquilo hombre, no te aceleres-
Hace una mueca que solo a su rostro le está permitido, entre risa, pelando las muelotas, y reproche. Luego propone:
– Descansemos un poco-
Todos en coro le decimos que ni hemos empezado, a si que nada de descansos, a lo que el Aqueronte inicia el proceso de conquista lastimera con esa mirada que causa llanto, moco, baba y el deseo de embriagarse con ansia loca. Duro fue hacer caso omiso a su invite:
-Hermano toma esta mandarinita-.
Atacamos la pendiente bajo las sombras de la primera parte del bosque de eucaliptos. Aqueronte nos sigue a paso bonachón, como que camina por la vereda tropical de su Guayaquil, lomito con el rabillo del ojo, y veo que su rostro se transforma con los recuerdos que le vienen a la mente, su cara asoma entre circunspecta y demente, entonces inicia el cuento de al parecer su única aventura en las Lagunas del Compadre del bosque húmedo nublado del Parque Podocarpus, allá en la provincia de Loja. De cuando en vez pide reducir el paso, nos dice que consideremos que viene armado hasta los dientes, porque se considera el llamado a defendernos en caso de que asome el Monstruo de los Andes, o el desdentado del Pichincha; todos lo miramos estupefactos, su chaqueta de cuero está llena de cuchillos y pistolas. Recordé que cierto día fuimos con el Aqueronte a correr al parque metropolitano y terminé ayudándolo a cortar las patas de los mirlos asesinados, apoyándolas en un tronco de eucalipto. Pájaros que había abaleado con su diabólica puntería. Luego fuimos a casa del Vampiro para que nos haga un aguado de mirlo.
Los ojos del Aqueronte casi se anegaban en llanto mientras relataba su aventura en las Lagunas del Compadre, su historia era más ilusión que realidad. Según contaría mas tarde Lovochancho, ese paseíto del Aqueronte causó “la ira de dios” Yo recorrí esos páramos de cabo a rabo, en compañía de amigos del colegio Bernardo Valdivieso, a quienes a punta de engaño lograba convencer para escaparnos de casa por tres o cuatro días, luego de los cuales famélicos pero con el alma rebosante de naturaleza mágica, asomábamos en nuestras casas, en mi caso mi padre en lugar de gruñir optaba por sobarme las ateridas piernas con el incomparable menjurje de aguardiente alcanforado –olorosa planta de ruda, aguardiente reposado Agustino, y alcanfor-, nada de píldoras de simpatina, o inyecciones de diamox como los ochomieleros himalayistas.
Cada cual a su ritmo devoraba la pendiente, por mi parte de a poco fui alejándome del resto; tras de mí parecía venir Lovochancho, escapando seguramente de la empalagosa verborrea cantarina que entretenía a Bollón Roscón y el Aqueronte. Cada uno tomó su ritmo, Yo iba decidido a abandonar al resto, no hay nada más sano en las montañas que ir solo, mascullando la infelicidad metafísica mientras fuerzo al cuerpo. Finalmente el sol empieza a colarse por entre las copas de los ahora pocos árboles, el pajonal inicia aquí su camino, y es también el inicio del Sendero de la Boa. Concentrado en la marcha casi no tomé en cuenta que terminado la tercera parte de bosque se encuentra un claro de bosque, el mismo bauticé tiempo ha, con el nombre del Remanso de la Empanada, con él fue que descubrimos esta maravillosa ruta, justamente en ese Remanso tuvo el atrevimiento de invitarme a comer pan con queso y mermelada, al tiempo que proponía desistir del intento de abrir ruta hacia el pie de roca del Rucu. Bollón Roscón y Yo en uno de los intentos de abrir la ruta cruzamos el Remando para tomar a mano izquierda, lo cual nos llevó a una chorrera pantanosa y oscura por la cual forzamos el camino hacia el alto pajonal que termina en los inicios del Sendero de la Boa. Ahora sé que cruzando el Remanso de la Empanada se debe tomar a derecha.
El Sendero de la Boa es camino cruel y despiadado con los novatos en su trajín por los pajonales andinos, lleno de zancadillas, agujeros enormes, y gigantes plantas de paja que esconden el sendero a seguir, por estas y otras razones de índole metafísico lleva este nombre. Esta ruta es muy exigente, con buen estado físico se llega en 3 horas y 45 minutos a la base del Rucu Pichincha, la parte en la cual uno fácilmente se puede perder es en el trayecto del Sendero de la Boa hasta el cruce del Collado norte. Este camino plantea tantas alternativas engañosas como lo hace un mercachifle en pos de conseguir una venta. Me detengo a observar el camino a seguir, tratando de escudriñar el oculto sendero, de pronto oigo lejanas voces, miro hacia la abajo, y veo que Aqueronte con sus manos en alto lanza maldiciones, creo entender que renuncia a continuar. Más tarde contaría Bollón Roscón que el Aqueronte renunció a su intento por coronar el Rucu Pichincha, y lo hizo en medio de maldiciones de singular carácter, acusando a Lovochancho de haberlo dejado a su suerte. Prefiriendo quedarse con los recuerdos de la hazaña cumplida tiempo ha en las Lagunas del Compadre. He aquí el único y último intento fallido. También contó Bollón Roscón, que lloró junto al Aqueronte antes de despedirse, casi no había podido abandonarlo pues el Aqueronte en un último intento por convencerlo que desista de tan brutal maltrato físico y mental por ir a una montaña que ni siquiera se dejaba ver, posó sus húmedos ojos repletos de tristeza y melancolía sobre el desbaratado carácter Empanadil. Esta arma terrible y de inenarrables consecuencias mentales se conoce en el mundo feérico como: Ojeada Aquerontina. De esta arma Lovochancho nos había advertido, pues él menciona que el mirar esos ojos de toro asustado provoca una gana de emborracharse que solo un barril de reposado Agustino termina por calmar.

A veces la vida me provoca beber,
Pero beber bastante
Embriagarme de alcohol con ansia loca
Para matar este dolor sangrante
Tácito Ortiz Urreola.

Inicié la marcha nuevamente, algo inquieto porque me pareció que Lovochancho había empezado a perderse como es su costumbre, no me fue posible ubicarlo. La tranquilidad me invadió al verificar que la Empanada venía muy retrasada, seguramente Buchilanga lo adelantaba en algo. Ambos seguramente darían buena cuenta de los vericuetos del Sendero de la Boa. Ya nos veremos en el pie de roca antes de empezar con la escalada por la arista del mono.
¿Qué hubiese sido, del Aqueronte llegando al pie de roca?, difícil de imaginar. Hasta ahora me pesa su intento fallido, que fue también el mío y el de Buchilanga, debimos aunque sea a punta de azote y látigo debimosencaminarlo hacia su liberación, a que inmortalice la danza Aqurontiana en la cima del Rucu Pichincha.
Si ponía su osamenta en el pie de roca de seguro que me hubiese salido el soterrado instinto de guía, ponía cuerda fija para que suba a como de lugar a la cumbre. Probablemente también, ahora que he llegado al paso de la muerte, donde espero a Buchilanga y su amigo Bollón Roscón, hubiese optado por incitarlo a que se lance al vacío, que vaya tras las parca, a fin de cuentas, la dilatación del tiempo en los accidentes de montaña no dejan lugar para el dolor. La idea de la muerte, la conducción del cuerpo y de la mente a límites sin sospecha, que es el escalar montañas, son una adicción.

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