Nombre que es la ruta por la cara oriental del Cotopaxi, volcán ahora en «erupcción», cientos de veces intentada.
La inclusión de una radio dirigida por un excéntrico personaje, Olegario Castro quien resume el final de su época de montañero dejando que las ondas portadoras de experiencias propias y ajenas, sublimes y cotidianas, concede un brevísimo escape al frenético ritmo de una relato de horas que parecen estrictamente mentales y no la descripción de los circunloquios personales y de dos criaturas bípedas despidiéndose al pie de una descomunal montaña, yendo cada cual a cumplir su cometido; Kantoborgy en soledad absoluta pues queda acompañado de sus múltiples monstruos dando fiel cumplimiento a lo que dice el autor del libro: He ahí el secreto de la religiosidad: uno mismo cargando el templo, el sacerdote y el feligrés.
La lectura del libro me deja dividido con el deseo de emular la vida de Olegario Castro, de hacer divertidos análisis sobre los orígenes del mecenas que entrega al montañero Kantoborgy las prendas sutiles de una tecnología futurista que le permiten a éste ir a por los vericuetos a veces traicioneros de las altas montañas, y dormir con ellas, sobre su regazo, entre sus turgentes senos, dejándose cobijar única y exclusivamente por la doble y única piel que porta en su última hazaña. El mecenas semi-presente es un ente, con el cual Olegario ríe adivinando las elucubraciones de quienes buscan a los extraterrestres. Dividido también quedará cualquier lector despierto, porque será también su deseo el convertirse en kantoborgy para hacer de las verticales y gélidas montañas su más preciado tesoro: yacer con la sin par Gea sin apuros cotidianos -así se deja sentir el relato de Las ruinas de Galadriel-, y por qué no también desear ser Lovochancho, montañero experimentado de la media a tres cuartos de montaña, goloso caminante sin tiempo, que bien puede quedarse una eternidad contemplando la tersa y sensual piel de una genciana desprevenida que muestra sus intimidades a la mirada fruiciosa de éste montañero que tiene su alter-ego Chancholovo disfrutando de los placeres que brindan los frutos de Gea convertidos en potajes luego de los hechizos matemáticos de un cocinero relajado.
El lenguaje de la obra lleno de poesía concede el extravío necesario que el lector necesita para no caer en el embrujo descorazonador de un relato en extremo corto en el tiempo, son unas pocas horas de sucesos paralelos, en los cuales la relatividad del tiempo se exterioriza amenazante. Queda en la mente del lector la firme idea que los personajes no son de este mundo, Krisofilax equinoccial el dragón deja una clavija firme en el pensamiento sobre estas sospechas, seguro montañero desde el cual se cuelga sin temor la evidencia de que Kantoborgy y Lovochancho tienen un alto porcentaje de criaturas feéricas, este relato es un efímero instante en el tiempo sobre las andanzas de dos montañeros que están poseídos por la mente universal de criaturas inveteradas. Queda expuesto el hecho de que las puertas de la percepción quedan eternamente abiertas cuando el hombre se interna en las montañas y jardines de Gea.
Evito comentario alguno sobre la técnica literaria, género y demás perogrulladas que son tarea de quienes se dedican hacer “críticas literarias” sobre las críticas hechas por otros que leyeron a su vez alguna otra crítica y así hasta el infinito… y quienes probablemente no han escrito nada de su propia mano.
Ha sido muy placentero ver que las experiencias de montaña compartidas teniendo cada cual su propia vertiente Rupal, así como las creaciones mentales en mi caso: los dragones y sus nombres muy llamativos, hayan sido una influencia tan profunda y bien llevada a las letras, aunque éstas conformen tan solo un efímero instante en la vida no eterna, pero sí extremadamente larga de los dragones, específicamente de Kantoborgy encarnado en cuerpo humano, que por designios perturbadores que relato en mi libro La fauna cuántica decidieron encarnarse en las estructuras psico-biodegradables de los bípedos depredadores.
Para mí es este relato corto de Las ruinas de Galadriel es el epílogo del Pentalibro, puesto que en realidad el último libro La soledad del murciélago es el final de otro personaje, algo lejano de mi creación de dragones: Kantoborgy, Lovochancho, Dark, Bollón Roscón y Aqueronte; pero claro, cada cual sabrá a qué atenerse si es que decide leer los cinco libros a saber: Las ruinas de Galadriel, Remoto, El virus del sentimentalismo, De montañas hombres y canes, y La soledad del murciélago, el orden está dado por cómo se han publicado en papel.